3 de abril de 2008

¿QUÉ TAN CERCA SE PUEDE ESTAR DE DIOS?


Aquel año casi acabé con la paciencia de mis padres. Hay que tener en cuenta que mis notas bajaban a la velocidad de la luz y que mi voz subía de la misma forma que lo hace un globo de helio, al escaparse de las manos de un niño, cuando discutía con ellos.


Si a esto añadimos que "San Pedro", mi hermano mayor, era una especie de ratón de biblioteca con una conducta intachable y que mis padres eran unos beatos consumados con una clara predilección por su primogénito, mi adolescencia fue un laberinto con muchísimas puertas cerradas.


Recuerdo que aquellas Navidades acabé odiando a mi hermano, tanto como a mis padres. Aunque sabía perfectamente que él jamás me apoyaría en nada, nunca hubiera imaginado qué me la jugara como lo hizo...


Con mis amigas planeamos ir de vacaciones a esquiar a la sierra, ya tenía a mis padres casi convencidos, y aunque recelosos, si "San Pedro" hubiera mantenido su bocaza cerrada, habrían accedido.

En los argumentos explicativos, a los que me sometían mis padres cada vez que querían negarse a que llevara a cabo mis planes, en esta ocasión: "¿porqué creía que era bueno ir a esquiar, y que beneficios sacaría de la experiencia?", tuve que dejar de decir algunas verdades, como por ejemplo, que no sólo seríamos chicas, que venía el chico que me gustaba y que quizás alguien llevaría sustancias ilegales, entre otras cosas.

Si alguna de esas "verdades" hubiera salido a la luz, mis vacaciones se habrían ido al traste, pues para mis padres, eran como mínimo, pecados mortales.


El viernes antes de partir hacia la sierra, estaba preparando la maleta para cinco días de liberación, y ante mi sorpresa mi madre entró en la habitación para anunciarme de una manera algo irónica, que siguiera preparando la maleta, porque sí me iría de vacaciones, pero no a la sierra con mis amigas si no a un seminario de catequesis con el Padre Sebastián, el párroco del pueblo. Salió de la habitación no sin antes mencionar casi todas las "verdades" que en mi argumentación olvidé, y como no, sin antes recordarme que debería parecerme más a mi hermano y que de seguir por ese camino Dios no aceptaría mi alma. Recuerdo que lloré hasta que me dolieron los ojos...


l sábado en el autobús que llevaba hacia a algún sitio incomunicado en medio de ninguna parte, y con las voces de veinte niños retumbando en mis oídos, no dejaban de repetirse en mi mente las últimas indicaciones de mis padres, frente a la mirada victoriosa de mi hermano: "Esperamos que esta escapada en compañía del Padre Sebastián te sirva para reflexionar sobre tu conducta y te acerque más a Dios". El autobús nos dejó en la cima de un monte, donde había un pequeño santuario en medio de la naturaleza. Nos dispusimos a dejar las mochilas, así que fuimos hacía las habitaciones. Los niños dormían en una gran sala con literas y resultó que sólo quedaba una habitación con una cama, el Padre Sebastián me miró de reojo, y haciendo un movimiento más propio de un atleta de olimpiadas que de un anciano de su edad, ocupó la cama, y mirándome con cara de pena me preguntó si me sabía mal que se quedara con ella. Accedí como toda persona con dos dedos de frente hubiera hecho. El padre Sebastián me condujo hacía mi improvisada habitación, era pequeña aunque muy acogedora, se trataba de una sala de estar con una gran chimenea, dos grandes sofás y una enorme y mullida alfombra blanca que imitaba la piel de un oso polar. Me sentí la reina de ese lugar por un instante, aunque el instante se esfumó cuando el Padre Sebastián me contó que por la tarde llegaría un joven estudiante de teología y que tendría que compartir unos de esos sofás con él. !Mi gozo en un pozo! Realizamos varias actividades para los niños y he de reconocer que me lo pasé bastante bien. Por la tarde llegó el estudiante del que me había hablado el Padre Sebastián, nos presentó, se llamaba Eduardo y creo que notó en mi rostro la sorpresa qué me produjo... Era un chico muy atractivo, quizás 4 años mayor que yo, alto y de pelo moreno, con los ojos verdes más bonitos que jamás había visto. Mi antigua teoría de que todos los que se hacían curas, era porque no tenían ningún éxito con las mujeres, se vio totalmente truncada ante semejante aspirante. Por la noche hacía mucho frío, así que Eduardo y yo encendimos la chimenea. Resultó ser un chico muy inteligente y divertido, abierto a cualquier tema de conversación. Hablamos de muchas cosas y jugamos a cartas encima de la alfombra blanca. Cogí mi saco de dormir y me tumbé frente a la chimenea para dormir. Eduardo apagó la luz y se tumbó en el sofá, a los pocos minutos ya dormía. Yo tardé un poco más, pero recuerdo que me dormí observando su rostro e intentando expulsar malos pensamientos de mi mente.


El día siguiente fue muy movidito, entre juegos y gymkhanas nos lo pasamos muy bien. Me sorprendí varias veces observando los gestos de Eduardo y me sentía culpable y ruborizada. Por la noche encendimos de nuevo la chimenea, hablamos de temas más profundos, de los problemas con mis padres y de la trastada que hizo mi hermano. A él le pareció gracioso y a mi ya no me molestaba tanto el hecho de estar frente aquella chimenea. Volvimos a jugar a cartas y cuando nos cansamos apagamos la luz. Yo volví a ocupar mi lugar delante de la chimenea y Eduardo el suyo en el sofá. En mitad de la noche noté como él se colocaba a mi lado, no dije nada pero el corazón estaba a punto de salirme por la boca. Por la mañana me hice la sorprendida, él sonrió y me dijo que tenía frío.


Aquel día lo dedicamos a la meditación y a charlas sobre la vida de Dios. No fue tan divertido como el día anterior pero no me importó. Por la noche hicimos fuego de nuevo y volvimos a tocar temas profundos, yo le expuse mis ideas sobre Dios y que pensaba que las de mis padres eran demasiado radicales, él se limitaba a escucharme y a sonreír. Esta vez me preguntó si podía dormir de nuevo a mi lado esa noche, que por cierto, era la última que pasaríamos allí, ya que a la mañana siguiente iríamos hacia el pueblo. Yo le dije que si. Se levantó y apagó la luz, cogió su manta y se tumbó mi lado, a sólo un palmo de mi cuerpo... La tenue luz de la chimenea hacía que sus ojos brillaran aún más si cabía. Estaba empezando a dormirme, cuando todo mi cuerpo se estremeció, la mano de Eduardo acariciaba mi cara, abrí despacio los ojos y allí estaba aquel rostro angelical mirándome, tan cerca que notaba su aliento suave y caliente. Mi corazón parecía un caballo desbocado, se acercó un poco más y me besó con una ternura inexplicable. Estaba temblando, todo mi cuerpo estaba temblando. Besaba mi cuello mientras me quitaba la blusa muy despacio. Me acarició, miró, besó, probó y bebió de cada tramo de mi piel. La suya era suave como la de un melocotón, su torso firme como la madera y su aroma era fresco como el mar. Sucumbimos a la pasión de aquel momento. Por la mañana me desperté y estaba arropada con su manta, aquella noche dejé de ser niña, me sentía eufórica. Preparé la maleta y plegué su manta con sumo cuidado, aún podía sentir su aroma impregnado en ella. Me puse el abrigo azul y salí de la habitación. No le vi en el desayuno, e inquieta por su ausencia pregunté al Padre Sebastián por su paradero y como excusa usé la manta que cuidadosamente aguantaban mis brazos. El Padre Sebastián me contestó que se había ido de madrugada y arrebatándome el único objeto que me recordaría aquella maravillosa noche, me dijo que no me preocupara por la manta que él se encargaría de dársela.


De camino a casa, en mi interior se batían en duelo varias emociones, la de no volver a verle, la emoción de la noche anterior, la desesperación por tener que volver a casa. Ganaron las emociones negativas, pues me puse llorar en aquel asiento de autobús como si fuera uno de esos veinte niños de catequesis. Rebusqué en el bolsillo de mi abrigo azul en busca de un pañuelo, pero en vez de eso encontré una nota:




Cristina:

El otro día hablando contigo sobre Dios,

me di cuenta de que existen diferentes caminos para llegar hasta él.

Después de conocerte, creo que me equivoqué con el mío.

Si tu paso por el Santuario, no ha sido tan decepcionante como esperabas

y no te arrepientes de no haberte fugado con tus amigas,

reúnete conmigo a las 21:00 h frente a la iglesia.


Eduardo



Al salir del autobús vi que mis padres me esperaban en la parada, bajé la maleta y me dirigí hacia ellos. Mi madre me dio un gran abrazo y me dijo:


-Cristina, ¿cómo ha ido todo?, ¿te has acercado más a Dios?



-Si madre, y creo que ya jamás me voy a separar de él.

1 comentario:

JUAN PAN GARCÍA dijo...

Un final genial, me ha gustado mucho la historia.
Espero leer más cosas tuyas. Un beso.